martes, 26 de agosto de 2008

El asesino

I



Estoy en el cementerio.
Aún no puedo creer que César este muerto pero bueno él se lo buscó. Toda la gente le decía que dejara de fumar pero él no hacia caso, decía lo que cualquier fumador: “De algo me he de morir” y ahora se comprobó que su vicio lo mató. Lo más probable es que haya muerto contento. Siempre dijo que prefería morir a causa del cigarro que en cualquier otra circunstancia que no le produjera placer.
Es curioso como hay gente que fuma toda su vida y muere de cualquier otra cosa menos por los daños ocasionados por el tabaco.
Para César fumar era un ritual lo hacía a todas horas aunque no tenía un horario definido, como algunos de los fumadores, cada que se viera en la necesidad de fumar lo hacía, sin importarle donde estuviera. Necesitaba el cigarro para todo, para pensar, para concentrarse y no dudo que antes de morir hubiera fumado. Eso sería algo muy típico de él, que en lugar del último suspiro lanzara la última bocanada de humo.
Ahora lo están enterrando y ha congregado a una veintena de personas. Entre ellas Sara.
Sara llevaba puesto un vestido negro y un chal del mismo color que contrastaba con su piel blanca y sus ojos grises. Estaba parada a los pies de la tumba de César. Tenía la mirada fija en el cuerpo inerte y rezaba una oración o eso supuse.
Es curioso, ahora que veo a Sara me la imagino igual que hace aproximadamente siete años atrás y me acuerdo de todo lo que pasó en aquellas fechas. Parecía como si el único cambio hubiera sido el cuerpo del muerto pues hace siete años el que estaba en la tumba era Diego, un amigo de la infancia y esposo de Sara. Ella estaba exactamente en la misma posición que ahora y, seguramente, rezando la misma oración.
Cuando acabó el funeral y toda la gente se había marchado me acerqué a Sara.
—― Pues ya nada más quedamos tú y yo—― le dije mientras me acomodaba a su lado a los pies de la tumba.
—― Si. Es curioso. Siempre pensé que tú serías el primero en morir.
—― Gracias por tus buenos deseos.
—― La verdad es que César fumaba mucho y era cuestión de tiempo para que esto pasara. El médico ya se lo había dicho.
—― Si pero la verdad nunca imaginé a César haciéndole caso a un doctor.
—― Yo tampoco.
Invité a Sara a tomar un café, después de todo éramos los únicos que quedábamos de aquel grupo y ahí estuvimos recordando los acontecimientos de siete años atrás parece que a ella, este funeral, también le recordó aquellos acontecimientos.
Cuando llegue a casa me recosté en el sillón y seguí acordándome de esa tarde en el funeral de Diego y lo que pasó a continuación.
Decidí escribir lo que pasó hace siete años para dejar alguna constancia de que sí pasó, antes de que el destino me juegue una mala pasada como la que les jugo a mis dos amigos. Recuerdo que fue una horrible aventura pero es uno de los momentos que más añoro. En esos momentos me sentí vivo, sentí que podía hacer algo.
Bueno esto fue lo que pasó.


uno de varios.

sábado, 9 de agosto de 2008

ALGO DE MILLER

Confusión es una palabra que hemos inventado para un orden que no se entiende. Me gusta pararme a pensar en aquella época en que las cosas estaban tomando forma, por que el orden si se entendiera debió de ser admirable. En primer lugar, hay que citar a Hymie, Hymie el sapo, y también los ovarios de su mujer, que llevaban mucho tiempo pudriéndose. Hymie estaba completamente absorto en los podridos ovarios de su mujer. Era el tema diario de conversación; ahora tenía prioridad sobre los purgantes y la lengua sucia. Hymie era especialista en “proverbios sexuales”, como el los llamaba. Todo lo que decía partía de los ovarios o conducía a ellos. A pesar de todo seguía quitando con su mujer: prolongadas copulaciones, como de serpiente, en que solía fumar un cigarrillo o dos antes de sacarla. Trataba de explicarme que el pus de los podridos ovarios la ponía cachonda. Siempre había tenido un buen polvo, pero ahora lo tenía mejor que nunca. Una vez que le extirparan los ovarios, no se podía saber cómo reaccionada. También ella parecía comprenderlo. Así que, ¡A follar se ha dicho! Todas las noches, después de lavar los platos, se desnudaban en su pisito, y se acostaban como una pareja de serpientes. En varias ocasiones intentó describirme la forma de follar de su mujer. Era como una ostra por dentro, con dientes suaves que lo mordisqueaban. A veces le parecía estar dentro mismo de su matiz, de blando, y mullido que era, y aquellos suaves dientes que le mordían el canario y lo volvían loco. Solían yacer como unas tijeras y quedarse mirando el techo. Para no correrse, pensaba en la oficina, en las pequeñas preocupaciones que lo tenían en vilo y le hacían sentir el corazón en un puño. Entre uno y otro orgasmo se ponía a pensar en otra para que, cuando empezase a magrearlo de nuevo, pudiera imaginarse que estaba echando un polvo con otra tía. Solía colocarse de modo que pudiera mirar por la ventana mientras soplaban. Se estaba habituando tanto aquello, que podía desnudar a una mujer que pasase por el bulevar bajo su ventana y transportarla a la cama; no sólo sexo, sino que además, podía hacer que ocupara el lugar de su mujer, todo ello sin sacarla. A veces, jodía así durante dos horas sin correrse siquiera. Como él decía: ¿Para qué desperdiciarlo?


Tomado de Trópico de Capricornio de Henry Miller